martes, 16 de diciembre de 2014

Bronwyn y yo

BRONWYN Y YO


Hace cuarenta y un años murió Juan Eduardo Cirlot, para mí el poeta más grande que dio la literatura española en el siglo XX.
Su poesía completa la publicó la editorial Siruela hace ya muchos años en tres tomos imprescindibles en la biblioteca de quien ame la poesía: En la llama, Bronwyn y Del no mundo, de la mano de su hija Victoria Cirlot, directora de la colección El Árbol del Paraíso en la citada editorial, que se distingue por la calidad de los textos que publica.
No es mi intención hacer un estudio sobre Bronwyn. No tengo los conocimientos teóricos ni seguramente las capacidades analíticas de realizar una crítica o una reseña literaria seria sobre este libro inspirado por el personaje femenino de una película titulada El señor de la guerra.
Estos estudios se han realizado y se han publicado en el mismo Bronwyn. Se ha elaborado también un documental sobre el libro: Gerard Gil e Iván Díaz Sancho, entre otras personas, dirigieron un documental titulado: Cirlot, la mirada de Bronwyn, que destaca por su amor al detalle, su pulcritud y su saber hacer las cosas como deben hacerse: bien. Y si me apuro, mejor.
Mi propósito es escribir sobre la fuerza que impulsa a un poeta a escribir poemas y poemas dedicados a la misma figura. A esa fogosidad extrema, esa inspiración constante que, aliada con el esfuerzo y el trabajo cotidiano, confluyen en la materialización de un libro hermoso.
La fascinación es un fenómeno extraño e irracional. Como el enamoramiento. Son fenómenos dignos de un estudio serio, que vaya más allá de hormonas, endorfinas, procesos bioquímicos y alteraciones en las neuronas, que, evidentemente, se producen, pero se producen a consecuencia de y no son la motivación.
La motivación es el pensamiento. Y el pensamiento es el que produce el sentimiento. Porque lo racional y lo irracional están ligados, forman un todo, algo entero, que no está fragmentado, porque cuando se fragmenta es cuando hablamos de enfermedad.
Siempre he amado a los poetas – y no poetas – iluminados. A los místicos, a los idealistas, a los que han sabido crear – y saben – un mundo propio, nacido de su mundo interior y que han tenido la oportunidad maravillosa de darlo a conocer a los demás. Y estos demás han podido entrar, aunque sea momentáneamente, en esos mundos – o no mundos – en los que ha habitado el alma del poeta.
Cirlot, un tiempo después de ver El señor de la guerra, vio Hamlet, y Ofelia le llevó a Bronwyn, la fascinación por el femenino eterno, ligado a la muerte y a la resurrección, a las aguas, pasivas y activas por igual, dadoras de vida y causantes de muerte, símbolo del nacimiento y de la finitud.
Me hubiera gustado muchísimo conocer a Juan Eduardo Cirlot y hablar con él de esa energía primigenia que le impulsó a escribir los poemas.
De porte aristocrático y elitista, crítico de arte, amante de la belleza, siento con Cirlot un vínculo que quizá sea inexplicable racionalmente. Yo, poeta nacida en la clase obrera y que permanece en ella, que vive en un barrio también obrero, de ideología anarquista, siento con Cirlot un lazo que va más allá de inclinaciones o de etiquetas.
Siento un vínculo de alma. Comprendo muy bien su fascinación por la figura de Bronwyn, que le diera horas y horas, años, de trabajo incesante, de búsqueda poética, de nuevos lenguajes donde expresarse, desde el poema en prosa a la poesía fonética.
Estoy escribiendo un poemario erótico, titulado He hablado con la lluvia, del cual se han publicado – y se publicarán cinco más – poemas en la revista Cuaderno Ático, en el blog Erosionados, en las V y VI Mostras de Poesia en Alcanar y en mi página web, además de en mi facebook donde los voy publicando con regularidad.
Llegar a los cuatrocientos poemas como llegué ayer, doce de noviembre, - aunque como es natural no quedarán todos – es algo extraordinario, es caer presa de un sentimiento de éxtasis amoroso, mitad erótico, mitad místico, por alguien lejano, como Bronwyn.
Y sigo teniendo el impulso de escribir. De seguir y seguir hasta que el daimon quiera.
Evidentemente, no me comparo con Cirlot en calidad poética ni en su alcance simbólico, sólo me comparo con él en esa fuerza primigenia que le llevó a escribir un gran libro dedicado a un mismo personaje.
Esa iluminación, ese ansia, ese querer habitar en el mundo de los sueños para que a su vez la realidad sea un poco más habitable.
Esa querencia en realidad esconde un ansia transformadora, del propio yo y del mundo que le rodea, para que los sueños sean un poco más accesibles en la prosa del mundo y de la vida cotidiana.
Es el milagro de la creación, el surgimiento de una necesidad inexpresable de comunicar el mundo propio, que se enriquece y se complementa con el real, sobre el papel, con palabras.
Como si las palabras tuvieran el componente mágico de la metamorfosis, y con ellas pudiéramos transformar la realidad, creando un mundo imaginario pero no por ello menos real, sino complementario: el sagrado mundo de la imaginación sin el cual toda realidad sería pobre, nihilista y absurda.