BRONWYN Y YO
Hace cuarenta y un años
murió Juan Eduardo Cirlot, para mí el poeta más grande que dio la
literatura española en el siglo XX.
Su poesía completa la
publicó la editorial Siruela hace ya muchos años en tres tomos
imprescindibles en la biblioteca de quien ame la poesía: En la
llama, Bronwyn y Del
no mundo, de la mano de su hija
Victoria Cirlot, directora de la colección El Árbol del
Paraíso en la citada editorial,
que se distingue por la calidad de los textos que publica.
No
es mi intención hacer un estudio sobre Bronwyn. No
tengo los conocimientos teóricos ni seguramente las capacidades
analíticas de realizar una crítica o una reseña literaria seria
sobre este libro inspirado por el personaje femenino de una película
titulada El señor de la guerra.
Estos
estudios se han realizado y se han publicado en el mismo Bronwyn.
Se ha elaborado también un documental sobre el libro: Gerard Gil
e Iván Díaz Sancho, entre otras personas, dirigieron un documental
titulado: Cirlot, la mirada de Bronwyn, que destaca por su
amor al detalle, su pulcritud y su saber hacer las cosas como deben
hacerse: bien. Y si me apuro, mejor.
Mi
propósito es escribir sobre la fuerza que impulsa a un poeta a
escribir poemas y poemas dedicados a la misma figura. A esa fogosidad
extrema, esa inspiración constante que, aliada con el esfuerzo y el
trabajo cotidiano, confluyen en la materialización de un libro
hermoso.
La
fascinación es un fenómeno extraño e irracional. Como el
enamoramiento. Son fenómenos dignos de un estudio serio, que vaya
más allá de hormonas, endorfinas, procesos bioquímicos y
alteraciones en las neuronas, que, evidentemente, se producen, pero
se producen a consecuencia de y no son la motivación.
La
motivación es el pensamiento. Y el pensamiento es el que produce el
sentimiento. Porque lo racional y lo irracional están ligados,
forman un todo, algo entero, que no está fragmentado, porque cuando
se fragmenta es cuando hablamos de enfermedad.
Siempre
he amado a los poetas – y no poetas – iluminados. A los
místicos, a los idealistas, a los que han sabido crear – y saben –
un mundo propio, nacido de su mundo interior y que han tenido la
oportunidad maravillosa de darlo a conocer a los demás. Y estos
demás han podido entrar, aunque sea momentáneamente, en esos mundos
– o no mundos – en los que ha habitado el alma del poeta.
Cirlot,
un tiempo después de ver El señor de la guerra, vio Hamlet,
y Ofelia le llevó a Bronwyn, la fascinación por el femenino
eterno, ligado a la muerte y a la resurrección, a las aguas, pasivas
y activas por igual, dadoras de vida y causantes de muerte, símbolo
del nacimiento y de la finitud.
Me
hubiera gustado muchísimo conocer a Juan Eduardo Cirlot y hablar con
él de esa energía primigenia que le impulsó a escribir los poemas.
De
porte aristocrático y elitista, crítico de arte, amante de la
belleza, siento con Cirlot un vínculo que quizá sea inexplicable
racionalmente. Yo, poeta nacida en la clase obrera y que permanece en
ella, que vive en un barrio también obrero, de ideología
anarquista, siento con Cirlot un lazo que va más allá de
inclinaciones o de etiquetas.
Siento
un vínculo de alma. Comprendo muy bien su fascinación por la figura
de Bronwyn, que le diera horas y horas, años, de trabajo incesante,
de búsqueda poética, de nuevos lenguajes donde expresarse, desde el
poema en prosa a la poesía fonética.
Estoy
escribiendo un poemario erótico, titulado He hablado con la
lluvia, del cual se han publicado – y se publicarán cinco más
– poemas en la revista Cuaderno Ático, en el blog Erosionados, en
las V y VI Mostras de Poesia en Alcanar y en mi página web, además
de en mi facebook donde los voy publicando con regularidad.
Llegar
a los cuatrocientos poemas como llegué ayer, doce de noviembre, -
aunque como es natural no quedarán todos – es algo extraordinario,
es caer presa de un sentimiento de éxtasis amoroso, mitad erótico,
mitad místico, por alguien lejano, como Bronwyn.
Y
sigo teniendo el impulso de escribir. De seguir y seguir hasta que el
daimon quiera.
Evidentemente,
no me comparo con Cirlot en calidad poética ni en su alcance
simbólico, sólo me comparo con él en esa fuerza primigenia que le
llevó a escribir un gran libro dedicado a un mismo personaje.
Esa
iluminación, ese ansia, ese querer habitar en el mundo de los sueños
para que a su vez la realidad sea un poco más habitable.
Esa
querencia en realidad esconde un ansia transformadora, del propio yo
y del mundo que le rodea, para que los sueños sean un poco más
accesibles en la prosa del mundo y de la vida cotidiana.
Es el
milagro de la creación, el surgimiento de una necesidad inexpresable
de comunicar el mundo propio, que se enriquece y se complementa con
el real, sobre el papel, con palabras.
Como
si las palabras tuvieran el componente mágico de la metamorfosis, y
con ellas pudiéramos transformar la realidad, creando un mundo
imaginario pero no por ello menos real, sino complementario: el
sagrado mundo de la imaginación sin el cual toda realidad sería
pobre, nihilista y absurda.
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